Que alguien me explique el 2023

Una salió del 2020 o 2021 diciendo, «¡uff, qué buena despeinada!», pero pues, al menos para mí, el 2023 me ha llevado a explorar recónditos lugares de mi mente y emociones. Como cuando haces yoga por primera vez y te duelen músculos que no sabías ni que existían.

Empecé el año con un dolor bien raro en los pies, como cuando caminas mucho, nomás que lo sentía todo el tiempo, así estuviera sentada. Que eso se llama fascitis plantar, me dijeron.

Pasé en fisioterapias y masajes con una pelota casi 10 meses, hasta que la terapeuta se desesperó y me puso los toques directo en los puntos de dolor. Santo remedio.

Mientras que estar de pie era una tortura contínua, me tocó cruzar caminos con varios personajes bien distantes de lo que conocemos como seres promedio. Y no es que tenga nada de malo ser seres promedio, pero es que cuando desaparece tu hijo y de la pena armas un grupo de madres buscadoras y te le plantas al gobierno, o recostruyes tu vida a partir de la lucha libre, o haces un documental super aesthetic en el que denuncias deficiencias del sistema judicial en México o cuando vives con una discapacidad y haces la serie más divertida de la época, pues fácilmente sales del promedio.

Y estoy tremendamente agradecida que de toda esa gente y más me tocó aprender este año. Y aunque a cada uno de esos encuentros le entraba con miedo, (Natalia no sabe cómo temblaba con cada WhatsApp suyo) era de ese miedo que, lejos de paralizarte, es como un cuete en el funilín (así le decía el Cha-Cha al culo) que te activa y te pone en modo alerta y esponja 24/7.

No tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que este también ha sido el año de mi vida en el que más he viajado. Despedí el año pasado frente al Lago Leman viendo como se ocultaba el sol del último día del año y recibí el amanecer camino a Arolla, la montaña cubierta de nieve más épica que he visto en mi vida. Bueno, así nevada de cerca, solo había visto el Nevado de Toluca, así que mi capacidad de asombro no es que haya sido muy tentada.

De esa excursión a la montaña es que regresé con los pies lastimados. Los dolores me duraron hasta por ahí de octubre. Y así, con pies punzantes y todo me lancé a Las Vegas, Londres, (¡por fin conocí Stonehenge!), Los Ángeles, también conocí la librería más increíble del universo (tampoco conozco muchas) en Portland y cuando creí que la temporada viajera estaba llegando a su final, recibí la noticia de que había sido seleccionada para ir a Seúl. Wow.

Nomás que a los dos días de llegar a Seúl, al salir de cenar, me caí de las escaleras y fin del viaje. Bueno, más bien el principio de otro viaje en el que me la he pasado contando bendiciones. (Después de claro, varios días de recriminarme haber arruinado el viaje de mis sueños por torpe y distraída).

Agradezco infinitamente, primero que todo, este trabajo y esa jefa que me consideraron para hacer ese viaje, esa empresa que sabe que trabaja con humanos y busca la forma más, mmm, ¿humana? De hacerlos trabajar. Todo este rollo para explicar la enorme bendición de poder viajar en business en los vuelos de más de 3 horas. Que ese mismo trabajo te de un seguro internacional de gastos médicos donde no solamente cubrieron el costo del tratamiento, sino que incluye la ayuda y asesoría para atenderte en un país donde no utilizan ni tu mismo alfabeto.

Gracias también a ese maravilloso trabajo que me permite trabajar en mi casa teniendo el pie cómodamente arriba y la flexibilidad para ir a mis citas médicas y fisioterapias. Que también cubre el seguro.

Espérense que sigo con las bendiciones.

A todos esos amigos y conocidos que me escribían con un “¿Cómo te ayudo?” Y que mi gran grito de ayuda era: ayúdenme a conseguir un ortopedista porque la que conozco está de viaje. Y me ayudaron y llegué con uno que además se especializa en deporte y puede ayudarme a que pueda volver a correr o a hacer caminatas sin que me dé lumbalgia. Gracias.

Gracias también a ese esposo mío y a la terapia que tomé, justo antes de caerme, donde trabajamos mi incapacidad para pedir ayuda. Hagan de cuenta que la vida dijo: “¿ah, ya entendiste? Bueno, ahí te va una prueba máxima. Dos semanas sin poder moverte como te gusta, a ver si así pones en práctica la pedida de ayuda”. Y pues no me quedó mucha opción. Desde pedir que me presten su brazo para apoyarme, que me rellenen la taza de café o que me llenen mi botella/quinqué de agua. O a guardar mi ropa, o a calentar mi comida o al poli a subirme mis uber eats, o a mis papás que me lleven a la fisioterapia. Y NADIE ME HA DICHO QUE NO.

Y la que más sufre pidiendo todo eso, soy yo. Pero también, así como el dolor de los tobillos va aminorando, también la vergüenza, culpa o malestar por aceptar que necesito ayuda y no hay nada de malo en pedirla, pero sobre todo, en recibirla. Porque al final la ayuda, es cariño y así como la abundancia, también me merezco ese cariño y la mejor forma de recibirlo es agradeciéndolo.

Así que, desde este su humilde blog, gracias, GRACIAS, GRACIAS infinitas a todos. Ustedes saben quienes son.

2024, no puedo esperar a ver qué te traes. No, en serio no puedo, Diamandina me debe una lectura de tarot.

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