Ayer era viernes, fuimos a cenar y no estabas. Y tu ausencia pesó, y dolió. No un dolor punzante de esos que no dejan respirar, pero sí como una punzadita molesta que te recuerda que algo ya no está. Que alguien ya no está.
Qué cosa tan extraña esto de la muerte. Ver la vida apagarse. Esa vida que era una fuerza casi inquebrantable. Y que aunque el dolor te ensombrecía la mirada, siempre sabíamos –desde la fe– que aquí seguirías, que como siempre regresarías contando tus historias, repitiendo tus inolvidables frases, juzgando el canto y la belleza ajena…
Y cómo no ibas a hacerlo, si tú eras “La Bonita”. Si tu hermano, para quien –con todo y sus amores fallidos– tú eras la que necesitaba hacer “pedazos tu espejo, para ver si así dejo de sentir tu altivez…”.
Podría hacer una lista eterna de lo que me enseñaste sin sermones ni sonsonetes adoctrinantes, sino con tu ejemplo, con tu entereza y con esa mente tuya que era más rápida que cualquier calculadora.
¡No te vayas!
Y aunque ya sabía que nuestro viaje, que pasó por varias etapas, se estaba acabado, siempre deseé en el fondo de mi corazón que fueras eterna, que estuvieras siempre ahí sentada, juzgona y traviesa, todos los viernes o los sábados con tu fabada y tus bisquets.
94 años no fueron suficientes. Nos vemos pronto, Abu.